Cuando la vida “viene rodada”, se dice que “todo va sobre
ruedas”.
Por motivos personales, estuve hace unos días en un hospital
infantil.
Aún no habían empezado las visitas de rutina y sólo había
casos especiales.
Lo que viví esa mañana me rompió aún más de lo que me suelen
romper las visitas al hospital.
Esos niños. Pelones. Esas mascarillas de colores. Los botones
gástricos. Las máquinas para respirar. Esas sillas de ruedas especiales. Con
las sujeciones para aguantar la cabeza, los botones para moverlas.
Con las ruedas de colores, con bonitos dibujos… Porque ¿qué
no somos capaces de dibujar por y para los niños?
Síndromes minoritarios, limitaciones... “Otros mundos".
Voy a dar un salto a lo esotérico: mi amiga Margarida, decía
que estos niños eligen nacer y/o vivir en cuerpos limitados para hacer un gran
salto espiritual. Y que son grandes Maestros para los “no discapacitados”
(nosotros).
Quiero decir que los niños a los que, en mi opinión,
erróneamente, llamamos discapacitados, son niños con otras capacidades. Con
muchas capacidades que nosotros no desarrollamos debido a nuestras propias y
personales discapacidades y autolimitaciones. No hay más que verlos avanzar a
pesar de todo o ver sus espectaculares triunfos en los juegos paralímpicos.
Un día me gustaría hablar más extensamente sobre lo que
llamamos discapacidad.
Volviendo a aquella mañana, hubo dos casos que me marcaron
mucho:
Había una madre que venía de lejos (más de 200 km). Su hijo
iba en silla de ruedas de las que aguantan la cabeza. No se movía, no hablaba… ni
tan siquiera abría los ojos.
Estaba esperando ingresar para revisar el botón gástrico que
le habían puesto hacía 48 horas y la madre estaba muy nerviosa, porque tardaban
en cursar el ingreso y al niño le tocaba la medicación para la epilepsia. Si no
se la daba en 30 minutos, iba a empezar a convulsionar…
Este niño tendría unos 9 u 11 años y un síndrome
diagnosticado creo que hace 2 años, de los que hay contadísimos casos en el
mundo.
No sé de dónde sacaba aquella madre las fuerzas para sacar
de la silla a su hijo y cogerlo en brazos.
Para que su hijo (al que llamaré David para mantener su
privacidad) no empezara a convulsionar, lo acunaba y le cantaba.
Su voz es una de las voces más bellas que he escuchado. Le estaba
cantando “te quiero” de Nino Bravo con un sentimiento y una voz que ponía los
pelos de punta.
Nos dijo que ella creía que lo único que le calmaba era la
música. Y que por eso no dejaba de cantarle.
Le pregunté si lo podía tocar, y me dijo “claro, creo que le
gusta… a la gente le da miedo, sabes? Este es otro mundo. Y no lo entienden…”.
Le acaricié la cabeza y le pasé todo el amor que pude.
Me rompió cuando ella, mirando a mi nieto, también con
problemas, dijo: “se le ve feliz, se ríe… y, ¿sabes qué es lo que más me duele
de mi hijo? Que yo nunca conoceré su sonrisa…”.
Abracé a aquella madre. La abracé con ese abrazo de madre a
madre (en este caso de abuela a madre), en el que sobran las palabras.
Y no le dije nada… le sonreí.
Y me callé que mi nieto sonríe, y que ella jamás conocerá la
sonrisa de su hijo, pero que a mi hija, la vida tampoco le ha dado la
oportunidad de conocer la sonrisa de su hijo, mi nieto. Ni tan sólo a conocer el tacto de
su piel…
Bastante dolor tenía la madre de David. ¿Cómo le iba a hablar
yo de la mala jugada que la vida les ha hecho a mi hija y a mi nieto?
Ella seguía cantando “tequiero, tequiero”. Aquella música
partía el alma.
En poco rato le dieron permiso para darle la medicación para
que no convulsionara.
Y, 6 horas después de haber salido de su casa, vimos todavía
en el vestíbulo del hospital, esperando que le dieran habitación, a David y a
su madre… los dos dormidos de agotamiento.
Pasamos a la siguiente planta. Y en la sala de espera,
seguía habiendo muchas sillas de ruedas.
Una niña que tenía las piernas en piel y hueso… blanca, muy
blanca… Tosía. Y, su padre recogía flemitas de sangre en un pañuelo de papel.
Aquel padre tenía la cara desencajada…
La sensación de impotencia y el dolor emocional, modifican
las facciones, y desencajan el puzzle de la expresión.
La niña tenía una silla de ruedas preciosa, con las ruedas
decoradas. Una Tablet muy bonita. Y un muñequito de trapo viejo, muy viejo,
recostado sobre su hombro.
Yo pensé que no podía hablar, pero de pronto, le dijo a su
madre “mamá, Roko tiene miedo”, y se lo enseñó a su madre (Roko tb es un nombre
ficticio, el muñeco tenía su propio nombre).
Aquel “mamá, Roko tiene miedo”… estaba envuelto en la
fragilifortaleza más grande del mundo sentadita en otra silla de ruedas…
Su madre le dijo que le contara a Roko que no le iban a
hacer nada, que ese día era sólo para hablar.
La niña miró a Roko con infinita ternura y esa resignación
que sólo tienen los niños, y se lo puso de nuevo en el hombro.
Lo acariciaba constantemente. Acariciaba a su propio miedo,
que estaba en Roko.
Aquella niña tan frágilmentefuerte en su silla de ruedas tan
bonita, al calmar a Roko, se tranquilizó y, de pronto, cerró los ojos. No le
quedaban más fuerzas.
A la madre le cayeron unas lágrimas y, musitó “maldito
cáncer…”.
Al salir a la calle, lo primero que vi fueron las ruedas de
una moto, las de los coches con personas aparentemente contentas…
Al salir a la calle, vi que, a mucha gente, la vida le va
sobre ruedas. Pero sobre otras ruedas. Y, pensé en eso de que “la vida viene
rodada”, pero que no todas las ruedas son iguales.
Y, volví a pensar lo de tantas veces: que la suerte no es
nada conseguido. Que la suerte está en manos del azar, que maneja esos hilos
invisibles…
Y que cada vez tengo más preguntas. Y todas sin respuesta.
Y que, al final tengo cada vez más la certeza de que sobran
las preguntas. Bloquean.
Y, sigo pensando en que “la vida viene rodada” y “todo va
sobre ruedas”… pero que hay muchos tipos de ruedas.
(vicky manzano)
Setiembre 2019